Un hombre se inclina sobre sí mismo,
su brazo cubre el rostro cansado,
como quien esconde en la sombra
el peso de su propia existencia.
Sus manos, grandes y ásperas,
descansan sobre las rodillas,
pero no sostienen ya la fuerza,
sino la memoria del esfuerzo perdido.
El banco de afilador lo sostiene,
aunque lo que pule no es el metal,
sino la herida invisible de su alma,
gastada en giros infinitos.
En torno a él,
colores terrosos y cielos sombríos
dibujan un silencio denso,
donde la soledad respira
y la fatiga se vuelve estatua.
Es un retrato del hombre y su lucha,
una metáfora de la vida que desgasta,
y del espíritu que, aun abatido,
permanece inclinado, pero intacto.

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